"Si el cerebro parece tener todo bajo control, probablemente haya algo crucial que está pasando desapercibido."
Vivimos un momento fascinante —y a la vez inquietante— en la historia de la humanidad. La neurociencia y la tecnología ya no son campos separados; están convergiendo, y de esa unión surgen avances que desafían nuestras nociones más profundas sobre el cerebro, la identidad y el futuro.
Hace poco leí un artículo titulado “Neurotecnologías: Revolución y Dilemas Éticos”. Me dejó pensando. Lo que parecía ciencia ficción hace apenas unos años, hoy se está probando en quirófanos reales. Y el caso más visible de esta transformación tiene nombre propio: Neuralink, el ambicioso proyecto de Elon Musk.
El cerebro como interfaz
Neuralink no es solo una startup. Es un punto de inflexión. Su objetivo inicial es médico: permitir que personas con parálisis, epilepsia o ELA puedan controlar dispositivos electrónicos con el pensamiento. Para lograrlo, planean implantar un microchip del tamaño de una moneda directamente en el cerebro.
Este año, Neuralink tiene previsto realizar cirugías en 11 voluntarios tetrapléjicos. El implante ya ha sido probado en animales con resultados sorprendentes: monos capaces de mover un cursor con la mente. Aunque estos ensayos no estuvieron exentos de fallos técnicos y controversias éticas —varios animales fueron sacrificados—, la empresa afirma haber perfeccionado tanto el chip como el procedimiento quirúrgico.
Pero la visión de Musk va mucho más allá del ámbito terapéutico. Imagina un futuro en el que la mente humana pueda conectarse a internet, comunicarse sin palabras e incluso compartir pensamientos directamente con otros cerebros. En sus propias palabras, quiere evitar que la inteligencia artificial nos sobrepase… fusionando nuestra mente con ella.
Para 2030, Neuralink aspira a realizar más de 22.000 cirugías anuales. Musk visualiza centros especializados —casi como tiendas— donde cualquier persona pueda recibir un implante en cuestión de minutos, de forma rápida, precisa y robotizada. El precio, hoy estimado en unos 10.000 dólares, se reduciría significativamente.
Frente al entusiasmo, surgen preguntas incómodas. ¿Qué pasará con nuestra privacidad si nuestros pensamientos pueden ser leídos o manipulados? ¿Quién controlará esta tecnología? ¿Podrá un Estado o una corporación acceder a la intimidad de nuestra conciencia?
De ahí el surgimiento de conceptos como los neuroderechos, impulsados por científicos como Rafael Yuste, que abogan por proteger la autonomía mental frente a estas tecnologías emergentes. No se trata solo de ética médica, sino de preservar la libertad individual en la era de la mente digitalizada.
No están solos: la carrera neurotecnológica
Neuralink no es la única en esta carrera. Empresas como Kernel, Synchron y Onward también desarrollan interfaces cerebro-computadora. En total, más de 37 compañías han recibido inversiones superiores a los 560 millones de dólares en este campo. Neuralink, por sí sola, ya ha captado 500 millones.
La competencia es feroz, pero también estimulante: impulsa avances, acelera soluciones médicas y pone en el centro del debate temas fundamentales sobre qué significa ser humano en la era de la tecnología inmersiva.
Musk compara su dispositivo con el iPhone: funcional, elegante, y diseñado para revolucionar la manera en que nos relacionamos con la información. ¿La promesa? Liberarnos de pantallas, teclados y comandos físicos. Las acciones digitales surgirían directamente desde nuestros pensamientos.
Pero esta misma visión amplifica los dilemas: ¿qué ocurre cuando cada impulso neuronal puede ser registrado, interpretado o incluso replicado? ¿Dónde quedan el libre albedrío, la intimidad, la autenticidad?
Neuralink no es simplemente una empresa tecnológica. Es un símbolo del nuevo tiempo que estamos comenzando a habitar: uno en el que la mente y la máquina ya no están tan lejos.
El entusiasmo por sus posibilidades es comprensible. También lo es la inquietud ante sus riesgos. En esa tensión entre avance y ética, entre innovación y cautela, es donde debemos movernos como sociedad.
Porque si el futuro de la humanidad está en la fusión con la tecnología, entonces la gran pregunta no es qué podemos hacer con ella, sino qué queremos hacer con ella.
Fuente: XL Semanal – ABC