
Lo que puede salir mal, saldrá mal... y en el peor momento.
Ley de Murphy
¿Esta mañana leí una noticia que me hizo detenerme. El 1 de enero no siempre fue Año Nuevo. Lo sabía de antes, pero esta vez quise entenderlo mejor.
Durante siglos, el año empezaba en fechas distintas, según el lugar o la tradición. El 25 de marzo fue muy común. En otros sitios era diciembre, o la Pascua. El calendario era tan diverso como las culturas que lo usaban. No fue hasta el siglo XVI cuando las cosas empezaron a unificarse. Celebrar el Año Nuevo el 1 de enero es el resultado de una larga historia de ajustes, imposiciones y cambios.
El gran cambio llegó en 1582, cuando el papa Gregorio XIII reformó el calendario. El viejo calendario juliano, que venía de tiempos de Julio César, se había ido desajustando poco a poco. Cada año se acumulaba un pequeño error y, con el tiempo, los días dejaban de coincidir con las estaciones y las festividades religiosas. La solución fue drástica: en octubre de 1582 desaparecieron diez días. El 4 de octubre fue seguido directamente por el 15. Así, el calendario volvió a alinearse con el ciclo solar. Pero no solo se corrigieron los días. También se redefinió el inicio del año.
Hasta entonces, en muchas partes de Europa el año empezaba el 25 de marzo, el día de la Anunciación. No había un criterio único: cada región decidía.
Algunos ejemplos:
En París, el año comenzaba en Pascua.
En Soissons, el 25 de diciembre.
En Meaux, el 22 de julio (día de Santa María Magdalena).
En Castilla, el 25 de marzo.
Todo dependía de quién tenía el poder en ese momento.
El 1 de enero ya existía como fecha simbólica en la Antigua Roma: era cuando los cónsules asumían el cargo. Con el tiempo, esa costumbre se fue perdiendo frente al calendario litúrgico. Cuando se buscó una fecha fija y práctica, el 1 de enero volvió a ganar terreno. No dependía de ciclos lunares como la Pascua ni del equinoccio como marzo. Francia lo adoptó en 1564, antes incluso de la reforma de Gregorio XIII. España lo hizo en 1582. Otros países tardaron más. Las iglesias ortodoxas, por ejemplo, siguieron usando el calendario juliano durante siglos.
Cambiar el calendario no fue solo una cuestión de días. Fue un cambio cultural y político. El tiempo dejó de estar organizado por la Iglesia para estar al servicio del Estado y la economía. Como dice el historiador Jacques Le Goff, el tiempo se volvió “el del poder y el dinero”. El calendario gregoriano no giraba ya en torno a lo sagrado, sino que servía para gestionar, unificar y controlar.
Hoy celebramos el Año Nuevo el 1 de enero como si siempre hubiera sido así. Pero no es algo natural: es el resultado de decisiones históricas. El tiempo —y la forma en que lo medimos— es una construcción humana. Un intento de ordenar el caos. Y, muchas veces, una herramienta de poder.
El Año Nuevo se celebró durante siglos el 25 de marzo (El País)
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