martes, 17 de junio de 2025

ANACRONISMO DE LOPEZ OBRADOR

 


La ignorancia afirma, la ciencia duda.


En 2021, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador pidió a España y al Vaticano que se disculparan por los abusos cometidos durante la conquista de América. Más allá del gesto simbólico, el planteamiento revela una mirada anacrónica: juzga el pasado con los valores morales y políticos del presente. Es un error común, pero no por ello menos problemático. Las estructuras sociales del siglo XVI —la ley, la religión, la moral— eran completamente distintas a las actuales. Ni el Reino de España ni la Iglesia de hoy son los mismos entes que lideraron la conquista hace 500 años. Pedirles cuentas como si fueran los mismos actores ignora siglos de profundas transformaciones.

Además, esta visión simplista de “conquistadores y conquistados” omite un hecho clave: decenas de miles de indígenas participaron activamente en la caída del Imperio azteca. Como recuerda el historiador Manuel Lucena Giraldo, muchos pueblos originarios se aliaron con los españoles no por sumisión, sino por estrategia. El Imperio mexica no era querido por todos. La conquista fue también una guerra entre indígenas, una guerra civil instrumentalizada por un nuevo poder externo. Este dato incómodo no encaja en el relato actual que busca héroes y villanos claros, pero es esencial para entender la historia con rigor.

Lucena también critica el doble estándar que representa esta exigencia de perdón: se condenan hechos del siglo XVI, pero se guarda silencio sobre las violencias cometidas en los siglos XIX y XX por los propios Estados latinoamericanos contra los pueblos indígenas. ¿Dónde están las disculpas por eso? ¿Dónde está la responsabilidad asumida por la exclusión que todavía hoy persiste?

La historia ha sido utilizada políticamente desde la independencia, cuando las élites criollas necesitaban separarse del pasado español. La “leyenda negra” sirvió para construir una identidad nacional a partir del rechazo. Luego, en el siglo XX, el indigenismo reforzó una visión idealizada del indígena del pasado y una condena total a la conquista, mientras se ignoraban las injusticias presentes. Pero la historia no se puede escribir desde la comodidad de una ideología. No fue una cruzada de bárbaros europeos contra pueblos inocentes. Fue un proceso mucho más complejo, con alianzas, conflictos y transformaciones que no caben en relatos binarios.

Lo que propone Lucena es dejar atrás los clichés y abordar el pasado con seriedad. Entender al Imperio español como una monarquía global, no como un simple invasor. Reconocer que México, Perú, Colombia y otros países formaron parte de una red imperial que definió la historia mundial. El objetivo no es justificar, sino comprender. Solo así se podrá construir una memoria histórica madura, sin maniqueísmos ni atajos políticos.


Fuente: National Geographic Historia, entrevista a Manuel Lucena Giraldo.

jueves, 12 de junio de 2025

LEYENDA NEGRA. SEGUNDA PARTE

Imagen ilustrativa sobre la segunda leyenda negra de España

La Segunda Leyenda Negra: España y su exclusión internacional en la posguerra



La exclusión de España del Plan Marshall, su aislamiento diplomático y su caracterización como una anomalía europea durante la Guerra Fría no pueden explicarse únicamente por la dictadura de Franco. Una herencia de estigmas históricos, reforzada por la propaganda cultural y la geopolítica selectiva de las potencias vencedoras, consolidó lo que hoy varios historiadores ya definen como una “segunda leyenda negra”.

Este fenómeno no tuvo la misma intensidad ideológica que la del siglo XVI, pero sí un efecto similar: condenar a España al margen de los procesos clave del desarrollo occidental, en nombre de principios que se aplicaron de forma desigual.

La conocida Leyenda Negra del siglo XVI, alimentada por rivales europeos como Inglaterra y los Países Bajos, pintó a España como una potencia cruel, oscurantista e intolerante. Esta narrativa —difundida mediante propaganda y crónicas adversas— sirvió para desacreditar a un imperio que, en ese momento, dominaba vastos territorios globales. Lo que resulta sorprendente es cómo ciertos elementos de esta visión negativa reaparecieron siglos después, durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Varios estudios recientes coinciden en que una forma moderna de leyenda negra —una “segunda leyenda negra”— resurgió entonces, estigmatizando a España no solo por su régimen dictatorial, sino por factores culturales e históricos más amplios.

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, España fue deliberadamente marginada del sistema internacional reconstruido por las potencias aliadas. En 1946, la recién fundada Organización de las Naciones Unidas recomendó el retiro de embajadores de Madrid, condenando al régimen franquista a un aislamiento diplomático que duró hasta mediados de los años 50. Además, a diferencia de Alemania Occidental o Japón —ambos responsables directos del conflicto global—, España fue excluida del Plan Marshall, el programa estadounidense de recuperación económica para Europa.

Este rechazo ha sido analizado no solo como una reacción al autoritarismo de Franco, sino también como un fenómeno que incorporó viejos prejuicios culturales. Como señala el historiador David Brydan (Franco’s Internationalists, 2019), esta marginación tuvo una clara carga simbólica, reforzando la imagen de España como una nación reaccionaria, “no confiable” y ajena a la modernidad occidental.

Uno de los puntos más llamativos de esta exclusión fue el doble estándar aplicado por Estados Unidos. Alemania, responsable del Holocausto y de los peores crímenes del siglo XX, fue objeto de una rápida rehabilitación y apoyo. Incluso políticos con vínculos al nazismo, como Hans Globke o Theodor Oberländer, ocuparon cargos públicos en la nueva Alemania Occidental. Mientras tanto, España, que no participó directamente en la guerra, fue tratada como un Estado paria. Esto, a pesar de que Franco había reprimido internamente al comunismo y mantenido una postura de neutralidad oficial, aunque con simpatías por el Eje.

Esta situación ha llevado a historiadores como Sebastiaan Faber o Stanley G. Payne a preguntarse si la exclusión no respondió tanto a principios democráticos como a prejuicios estructurales sobre lo “español”.

El Plan Marshall fue más que un programa económico: fue un instrumento estratégico para consolidar la hegemonía occidental frente a la amenaza soviética. La inclusión de países como Francia, Italia e incluso Alemania —a pesar de sus pasados autoritarios recientes— contrastó drásticamente con la exclusión de España.

El historiador D.A. Messenger, en Beyond War Crimes: US Policy in Franco’s Spain after WWII (2011), sostiene que la decisión de excluir a España respondió tanto a razones morales como a una necesidad simbólica de reafirmar un nuevo orden democrático, aunque esas mismas reglas no se aplicaron con igual severidad en otros contextos.

La hostilidad internacional no se limitó al terreno político o económico. Como señala Nathaniel Rosendorf en su estudio sobre propaganda y turismo (Franco Sells Spain to America, 2014), el régimen franquista tuvo que embarcarse en una campaña internacional de relaciones públicas para intentar mejorar su imagen en el mundo anglosajón. Esta necesidad de “vender” España como un destino amigable y moderno ilustra el grado de estigmatización heredado.

La retórica antifranquista fue también alimentada por exiliados republicanos y por medios de comunicación británicos y franceses, muchos de los cuales veían a España como un reducto del viejo fascismo europeo.

Varios académicos, como Sebastián Balfour y María Pilar Jáuregui, han reflexionado sobre cómo la Leyenda Negra evolucionó y se adaptó a los tiempos. En vez de denunciar la Inquisición o la Conquista de América, el discurso negativo se trasladó a la represión franquista, el atraso económico y la supuesta incapacidad española para alinearse con la modernidad europea.

La normalización llegó en 1953 con los Acuerdos de Madrid, mediante los cuales Estados Unidos accedió a proporcionar ayuda económica a cambio de bases militares estratégicas en suelo español. Pero para entonces, España había perdido los años clave de la reconstrucción europea y quedó al margen del proceso de integración inicial que dio origen a la actual Unión Europea.

Esta entrada tardía y condicionada alimentó aún más el sentimiento de agravio en sectores intelectuales españoles, que vieron cómo antiguos enemigos eran rehabilitados y su país seguía siendo percibido con recelo.


miércoles, 11 de junio de 2025

KIRCHNERISMO Y SANCHISMO

 


Cuando la realidad choca con sus creencias, el obstinado no duda: cambia la realidad


 

Hoy mi amigo Pepe, desde otra parte del mundo, me decía: si Argentina pudo desembarazarse del kirchnerismo, España podrá hacerlo con el sanchismo.

Tiene razón. Kirchnerismo y sanchismo son dos variantes de poder personalista y oportunista. Deben terminar igual. Kirchner disfrazó de épica transformadora una estrategia de confrontación y concentración. Sánchez ha convertido la política en teatro: sin principios estables, con alianzas cambiantes y narrativa oportunista. Ambos utilizan el relato para ocultar la falta de un proyecto real, y los dos han terminado atrapados en sus propios excesos.

Este ensayo compara dos modelos de poder que crecieron explotando la polarización y el relato manipulado a conveniencia. El kirchnerismo terminó consumido por su propio desgaste. El sanchismo sigue avanzando, aunque cada vez más desgastado y con un final que puede arrastrar al socialismo español a su peor crisis histórica.


Análisis Comparativo


Similitudes:

  • Personalismo extremo: Tanto Kirchner como Sánchez basaron su liderazgo en su figura personal, desdibujando los partidos tradicionales que los llevaron al poder: el peronismo y el socialismo.

  • Manipulación del relato: Ambos usaron discursos simbólicos —derechos humanos y memoria histórica— como herramientas de poder, más que como compromisos reales.

  • Polarización como método: Hicieron de la confrontación su principal herramienta política para sostenerse.

  • Alianzas oportunistas: Pactaron con sectores ideológicamente opuestos para mantenerse en el poder: populismos regionales en Argentina, independentistas en España.

  • Corrupción y opacidad: Ambas experiencias terminaron manchadas por escándalos de corrupción que deterioraron su credibilidad.

  • Erosión institucional: El control absoluto de los partidos y la debilitación de la separación de poderes fueron una constante.


Diferencias:

  • Contexto económico: El kirchnerismo aprovechó un ciclo de bonanza por los altos precios de las materias primas; el sanchismo ha tenido que navegar en un contexto de fatiga económica y alta deuda.

  • Estado actual: El kirchnerismo es historia pasada, enfrentado a su declive. El sanchismo sigue gobernando, aunque muestra síntomas de agotamiento.

  • Aproximación internacional: Kirchner se alineó con el populismo latinoamericano; Sánchez ha virado entre acercamientos pragmáticos y concesiones ideológicas sin rumbo claro.


KIRCHNERISMO


Kirchnerismo: confrontación, personalismo y agotamiento político

No fue un ciclo político más en la historia reciente de Argentina. Nació de una crisis, creció en un entorno favorable y terminó atrapado en su propio laberinto de poder, conflicto y desgaste. Se puede afirmar que su legado es tan complejo como contradictorio: un proyecto que prometía transformar y terminó atrapado en su propia lógica de confrontación, concentración y deterioro.

Néstor Kirchner no llegó al poder por un mandato popular arrasador. Apenas cosechó el 22 % de los votos en 2003, beneficiado por el retiro de Carlos Menem en la segunda vuelta. Sin embargo, creyó que, en una sociedad descompuesta tras la crisis de 2001, el liderazgo fuerte era una demanda pendiente. Desde ese punto de vista, Kirchner construyó poder con engaño: se apropió del discurso de los derechos humanos, rompió con el peronismo tradicional en Buenos Aires, reestructuró la Corte Suprema y se aprovechó de la coyuntura del ciclo global de materias primas para sostener crecimiento económico, superávit fiscal y estabilidad.

El modelo demostró su eficacia mientras la economía crecía de forma sostenida. El superávit doble —cuando un país tiene saldo positivo tanto en sus cuentas públicas como en su comercio exterior—, el tipo de cambio alto y los precios internacionales favorables le dieron margen para implementar políticas expansivas, aumentar el consumo y reducir la pobreza. Pero todo eso tenía un alcance limitado. La inflación comenzó a asomar, y el gobierno eligió ocultarla antes que enfrentarla: intervino el Instituto de Estadística, falseó los datos públicos y rompió un contrato básico de confianza entre el Estado y la sociedad.

El kirchnerismo nunca fue un proyecto de integración ni de consenso. La polarización se convirtió en su sello distintivo. Desde el primer momento eligió dividir: amigos o enemigos. Cualquier disidencia era tratada como traición. El relato oficialista exaltó esa lógica de confrontación: primero contra el poder económico, luego contra el campo, más tarde contra los medios de comunicación y, finalmente, contra todo aquel que no se alineara. Cada victoria electoral se interpretaba como un cheque en blanco. Cada derrota, como una conspiración.

Detrás del relato de los derechos humanos, la reindustrialización y la “década ganada”, crecía otra Argentina: la de la corrupción sistemática, el manejo discrecional de fondos públicos y el uso del aparato estatal como herramienta de construcción política. Los fondos de Santa Cruz administrados por Néstor Kirchner, la obra pública direccionada, los negocios hoteleros de la familia Kirchner, los sobornos registrados en los “cuadernos de la corrupción”, son parte de esa cara oculta que el discurso épico no pudo tapar.

El kirchnerismo tuvo éxito al usar la causa de los derechos humanos como herramienta de legitimación. Pero instrumentalizó esa bandera: reescribió el prólogo del Nunca Más, redefinió el relato sobre la violencia política y monopolizó la memoria colectiva. Las organizaciones de derechos humanos, que en otro tiempo fueron baluartes de independencia, quedaron absorbidas dentro del proyecto kirchnerista, perdiendo parte de su credibilidad.

Con el tiempo, las debilidades del modelo económico quedaron expuestas. La política de subsidios generalizados distorsionó precios relativos, desincentivó la inversión y comprometió las cuentas públicas. La nacionalización del Fondo de Pensiones (AFJP) aportó liquidez inmediata, pero supuso un retroceso institucional al eliminar el sistema de ahorro privado para las jubilaciones. La expropiación de YPF terminó en un juicio multimillonario que aún hoy arrastra consecuencias económicas.

El “vamos por todo” no fue solo un eslogan: mostraba la intención de acallar cualquier disidencia y concentrar el poder en pocas manos. Cuando Néstor Kirchner murió en 2010, dejó un aparato político fuerte, pero también un modelo económico que empezaba a agotarse. Cristina Fernández de Kirchner, viuda y con un respaldo electoral amplio, siguió la misma línea, con menos margen de maniobra y un tono más cerrado.

Después de la elección de Cristina Fernández, la economía mundial dejó de jugar a favor. Los precios de las materias primas bajaron, las restricciones cambiarias bloquearon el acceso a dólares y frenaron el crecimiento. La inflación, antes contenida, se desbordó. La corrupción, antes encubierta, estalló en causas judiciales que alcanzaron a funcionarios de primera línea y a la propia familia presidencial.

La política exterior siguió una lógica de alineamientos ideológicos antes que pragmáticos. El acercamiento a Venezuela, el distanciamiento de Estados Unidos y Europa, y el aislamiento en el sistema financiero internacional debilitaron la posición argentina justo cuando más necesitaba inversiones y financiamiento.

Dejó algunas lecciones claras: que el relato sin resultados termina agotándose; que la concentración de poder erosiona las instituciones y siembra desconfianza; y que la polarización permanente puede sostenerse un tiempo, pero no construye una sociedad más cohesionada ni un Estado más sólido.

Néstor Kirchner entendió la Argentina post-crisis: vio la oportunidad y supo aprovecharla. Pero su proyecto se construyó sobre bases inestables: el uso constante de la confrontación, la falta de visión económica a largo plazo y la utilización unilateral de la memoria histórica como herramienta política. El kirchnerismo quedó atrapado en sus propios excesos.

Hoy se enfrenta al ocaso no solo por desgaste natural, sino porque la sociedad argentina ha cambiado. Los mismos mecanismos que antes generaban adhesión —relato épico, polarización, asistencialismo— ahora generan rechazo. La inflación, la inseguridad y la falta de futuro pesan más que cualquier ideario.

No fue solo un ciclo político, sino una forma de entender la política: como una guerra permanente, un juego de suma cero, una acumulación de poder sin límites. Aquella ambición desmesurada que prometía cambiarlo todo acabó agotándose a sí misma y agotando a todo un país.


SANCHISMO


Sanchismo: oportunismo, poder personal y desgaste político


El sanchismo no es una doctrina ni un proyecto ideológico sólido. Es una forma de poder basada en el oportunismo, la manipulación del relato y el personalismo extremo. Pedro Sánchez ha construido un modelo político que gira en torno a su figura, usando la imagen de la izquierda como simple mercancía electoral, mientras aplica prácticas alejadas de los valores tradicionales del socialismo democrático.

Desde su llegada a La Moncloa mediante una moción de censura, Sánchez ha oscilado entre pactos tácticos y cambios constantes de posición. No tiene principios claros; actúa según la conveniencia inmediata. El gobierno se ha convertido en un teatro donde alianzas y discursos cambian según el día: acuerdos con independentistas, pactos con populistas, o mensajes de moderación o radicalidad, según lo exija el momento.


Se sostiene en una narrativa fluida y adaptable. Desde el Open Arms hasta la relación ambigua con Unidas Podemos, pasando por su autoproclamado papel como muro contra el independentismo, Sánchez ha demostrado una habilidad para reescribir el discurso en función de las circunstancias. No importa que ayer llamara “socio preferente” a quien hoy tacha de “enemigo de la democracia”; lo esencial es conservar el poder.

Esta incoherencia no es casual, es estructural. Como señala David Runciman, el verdadero peligro es quien no reconoce los límites de su propia hipocresía. Sánchez ha llevado esto al extremo: su palabra no tiene peso si la coyuntura exige contradecirse.

Su equipo de poder, formado hace más de dos décadas, ha hecho del PSOE un instrumento personal. La dirección del partido ha sido vaciada, el Comité Federal no tiene autonomía y el presidencialismo domina de hecho. El PSOE ha dejado de ser un partido de Estado para convertirse en una máquina electoral al servicio de una sola persona.

En política económica, el sanchismo ha dañado a las clases medias, ampliado la desigualdad y fortalecido a una élite política desconectada de la realidad social. La gestión de los fondos públicos ha sido opaca, y los casos de corrupción han salpicado su entorno más cercano.

La gestión se disfraza de progresismo altamente cualificado, pero se basa en populismo de izquierda y autoritarismo sin rumbo. El control del relato ha desplazado a la autocrítica y la confrontación ha sustituido al debate político. La falta de respeto por la separación de poderes y los acuerdos con Bildu han erosionado el Estado de derecho. El abandono de reformas estructurales ha dejado a España en un estado de fatiga económica y fragmentación social.

Mientras tanto, los votantes de izquierdas, que alguna vez vieron en Sánchez un dique contra la derecha, ahora perciben el vacío detrás de la fachada. Muchos intelectuales han denunciado esta deriva, como Fernando Savater y Javier Cercas.

En definitiva, el sanchismo es un proyecto agotado en sí mismo, una combinación de oportunismo, populismo y autoritarismo que degrada la política española. Para que la izquierda pueda sobrevivir, deberá deshacerse del lastre sanchista y volver a sus principios fundacionales: justicia social, respeto institucional y consenso.

 

 

 

 

 

martes, 10 de junio de 2025

BIOLECTRONICA NO FICTICIA



Materiales blandos e inteligentes:


El futuro de la bioelectrónica ya está aquí.


La línea que separa biología y tecnología es cada vez más delgada. Uno de los avances más importantes en esta convergencia es el desarrollo de materiales blandos e inteligentes para dispositivos bioelectrónicos. Estos materiales no son una promesa futura: ya están aquí, revolucionando la bioelectrónica y acercando la integración natural entre cuerpo y tecnología.

Estuve viendo un artículo  en Cellular and Molecular Systems que muestra cómo estos materiales ya se aplican en campos que antes parecían ciencia ficción:

  • Sensores implantables que miden glucosa o ritmo cardíaco sin necesidad de pinchazos.

  • Interfaces cerebro-computadora que permiten a personas con discapacidades motoras controlar dispositivos con la mente.

  • Estimulación nerviosa y muscular para tratar dolencias o mejorar la movilidad.


Algunos de estos pueden autorrepararse si se dañan, como lo hace la piel, o responder a cambios en el entorno del cuerpo —temperatura, pH, humedad— ajustándose automáticamente. Me acordé entonces de la película de "Terminator" cuando leí esto. 

La tecnología empieza a hablar el mismo “idioma” que nuestro cuerpo. En lugar de dispositivos rígidos y fríos, la ciencia diseña materiales que imitan la suavidad y flexibilidad de los tejidos humanos. Polímeros conductores, hidrogeles y materiales compuestos no solo son cómodos, también pueden integrarse de manera natural con el cuerpo.

A pesar de los avances, persisten desafíos: lograr que estos dispositivos sean duraderos, que se comuniquen con precisión con el cuerpo y que puedan producirse en masa sin perder calidad.Todo apunta a una medicina más íntima, donde la tecnología deja de ser un accesorio y se convierte en parte del cuerpo. Esto no solo mejora la calidad de vida, sino que también nos obliga a repensar qué significa estar sano, vivir con una discapacidad o incluso qué significa ser humano.

lunes, 9 de junio de 2025

OTRA LITERATURA

"La historia la escriben los vencedores, pero los vencidos también tienen derecho a contar su versión, aunque a veces nadie quiera escucharla."


Fernando Vizcaíno Casas: memoria, sátira y las verdades incómodas de la Transición



Este año, en el cincuentenario de la muerte de Franco, su figura ha vuelto con fuerza al debate público. El presidente Sánchez ha programado más de cien actos oficiales en torno a la efeméride. Y uno no puede evitar preguntarse si, más que recordar, no se trata de revivir al General desde la política, con fines poco claros. Exhumaciones, leyes de memoria, homenajes selectivos. En medio de todo este ruido, me vino a la mente un nombre que descubrí justo después de la muerte de Franco, en 1975: Fernando Vizcaíno Casas.


Sus libros fueron una ventana para entender lo que pasó y lo que vino después, contados no desde los manuales ni desde la épica, sino desde la ironía y la sátira.


¿Lo recordarán las nuevas generaciones? No lo creo. Pero deberían leerlo. Sus textos te hacen sonreír y pensar. Porque eso también es memoria histórica: escuchar todas las voces, incluso aquellas que incomodan al relato oficial.Fue Abogado, periodista, dramaturgo y escritor. Vizcaíno Casas combinó su carrera como laboralista con una prolífica obra literaria. Se le considera uno de los narradores más prolíficos de la Transición, habiendo vendido más de cuatro millones de ejemplares. Su estilo directo e irónico conectó con un público amplio, cansado de eufemismos y discursos acomodados. A lo largo de novelas, guiones, obras de teatro y columnas periodísticas, dejó su sello: una mirada crítica y ácida sobre la España que emergía del franquismo. Fue admirado por muchos, rechazado por otros tantos, pero nadie puede ignorarlo.


Entre sus obras destacan:


“…Y al tercer año, resucitó” (1978), su mayor éxito editorial: una historia-ficción en la que Franco resucita en la España democrática.

Las autonosuyas” (1981), sátira sobre el proceso autonómico.

“Cien años de honradez” (1984), crítica a la corrupción democrática.

“De camisa vieja a chaqueta nueva” (1976), reflexión sobre el oportunismo político tras la Guerra Civil.

“¡Viva Franco! (con perdón)” (1980), defensa provocadora de los logros del franquismo.

“Zona Roja” (1986), retrato autobiográfico de la Guerra Civil desde la infancia del autor.

Lo que más me gustaba de Vizcaíno Casas era su capacidad para usar el humor como forma de crítica. Sus novelas no ofrecían verdades absolutas; exponían contradicciones, ridiculizaban dogmas y mostraban las paradojas de un país que cambiaba deprisa, pero no siempre con coherencia.

En sus libros hay una memoria alternativa, incómoda, pero necesaria. El progresismo de izquierda la mantiene tapada. Una voz ausente de los actos oficiales y discursos conmemorativos, pero que formó parte del mismo proceso de transformación. Recordarlo hoy importa. Vivimos un tiempo en el que la memoria se administra como recurso político. No solo se exhuman muertos, también relatos convenientes. Vizcaíno Casas recuerda con su obra que la historia reciente de España no se entiende con una sola voz. En estos momentos la de Pedro Sánchez. Reírse, incluso de lo más serio, es una forma de pensar. De mirar el pasado sin solemnidad, pero con inteligencia.

Fernando Vizcaíno Casas fue un escritor que no pidió permiso para hablar. Escribió desde su ideología, sí, pero también desde una mirada aguda sobre la realidad. Leerlo hoy es asomarse a un espejo distinto y revelador de una España que todavía busca entenderse y que otros pretenden difuminar.

Si no lo has leído, anímate. Te divertirás y aprenderás. Porque, a fin de cuentas, eso también es hacer memoria.

ESTOICISMO, CAOS Y SIMULACIÓN: EL ARTE DE ELEGIR

Estoicismo, Caos y Simulación Este artículo resume un ensayo en el que analizo tres enfoques diferentes —Estoicismo, Teoría del Caos e ...